EL RELOJ DE PAMPLONA
En una soleada y fría mañana, la mujer entró en la pequeña
frutería. El frutero era un hombre bajo, de rostro poco agraciado y expresión
seria. Tendría unos cincuenta años y sin ser desagradable, tampoco se
caracterizaba por su especial simpatía. La dama que acabada de entrar preguntó con
desparpajo por las ácidas manzanas y las dulces peras, con respuestas inconexas
del vendedor que parecía no acabar de responder nunca a lo que se le
preguntaba. Allí estaba su hermana una pizpireta cuarentona de rostro agraciado
y simpático talante que lo sacaba de apuros, aunque algunas veces, poniendo de
manifiesto su fino humor y su natural encanto, le espetaba:
―Despabila hermanito que eres el reloj
de Pamplona.