“EL VAQUERO”
Los primeros rayos del sol penetran en el pequeño establo.
“El Vaquero”, como le llaman en el lugar, se afana en el ordeño de las vacas.
La fría mañana de finales de noviembre, cuando el mes ha llegado a la veintena,
no arredra la persistente actividad de ese gigante que, como todos los días
del año, se ha levantado a las seis de la mañana.
Sale del cobertizo en dirección a la cocina. Cerca de la
hornilla, está su esposa que, mientras prepara con esmero el desayuno para los
cinco miembros de la familia, mira cómo su desenvuelta hija acerca los
cubiertos a la mesa. Cuando en el reloj del Ayuntamiento suenan las nueve
campanadas, todos los comensales están sentados en sus sillas de anea, rodeando
la gran mesa camilla que desprende el calor de un enorme brasero. Encima del
tablero, se ve una colmada jarra de leche, una cafetera, una bandeja repleta de
rebanadas fritas y pan tostado que, con otros manjares, componen el condumio de esas criaturas que agarran y contemplan sus correspondientes jarrillos de
lata.
Cuando termina el
desayuno, “El Vaquero” enciende un cigarrillo, se acomoda en la silla y un
dulce adormecimiento le proporciona una sucesión de imágenes: su esposa, una
esbelta cuarentona vestida de negro, cocina o acude al mercado para realizar la
compra; su hijo mayor, un espigado mozo que tiene diecisiete años, se dirige al
establo para limpiarlo y reponer el pienso de los animales; su hija, una
atractiva quinceañera con el pelo ensortijado y la tez morena, se entrega a las
tareas de la casa o despacha la leche a su fiel clientela en el zaguán de la
vivienda; el hijo pequeño, que aún no ha cumplido los nueve años, camina con su
carpeta y su cabeza rapada en dirección a la Escuela Unitaria de Niños.
El hombre se incorpora, apaga el cigarrillo y se dirige al
aseo para rasurarse la barba. Durante algunos segundos, se contempla en el
espejo de marco dorado. “El Vaquero” es muy alto y enjuto. En su alargada cara,
tiene una nariz aguileña y unos ojillos marrones que resaltan sus grandes
orejas. Su atuendo muestra el color gris, rodea su cintura con una llamativa
faja de color negro y cubre su cabeza con un sombrero que avejenta sus cuarenta
y cinco años.
Tras recoger, con cierta parsimonia, los utensilios de
afeitar y ajustarse el sombrero, se dirige a la boyera para compartir la faena
con su primogénito.
Como le ocurrió a “El Vaquero”, un cierto adormecimiento,
cuando veía en la televisión el ganado vacuno que correteaba por una dehesa, me
transportó a otra época, ya lejana, en la que los trabajos de los hombres y las
mujeres del mundo rural no conocían muchos de los avances de la ganadería, de
la agricultura y de la vida doméstica que vendrían después.
Con mis mejores deseos, saludos cordiales.
Fernando Monge
20/11/2022
fmongef@gmail.com
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