“EL VAQUERO”
Los primeros rayos del sol penetran en el pequeño establo.
“El Vaquero”, como le llaman en el lugar, se afana en el ordeño de las vacas.
La fría mañana de finales de noviembre, cuando el mes ha llegado a la veintena,
no arredra la persistente actividad de ese gigante que, como todos los días
del año, se ha levantado a las seis de la mañana.
Sale del cobertizo en dirección a la cocina. Cerca de la
hornilla, está su esposa que, mientras prepara con esmero el desayuno para los
cinco miembros de la familia, mira cómo su desenvuelta hija acerca los
cubiertos a la mesa. Cuando en el reloj del Ayuntamiento suenan las nueve
campanadas, todos los comensales están sentados en sus sillas de anea, rodeando
la gran mesa camilla que desprende el calor de un enorme brasero. Encima del
tablero, se ve una colmada jarra de leche, una cafetera, una bandeja repleta de
rebanadas fritas y pan tostado que, con otros manjares, componen el condumio de esas criaturas que agarran y contemplan sus correspondientes jarrillos de
lata.