Dime de lo que presumes y…
Con caminar tranquilo, se
dirige a la puerta del parque que se encuentra a pocos metros de su vivienda. A
las siete de una serena tarde de finales de septiembre, la luz del sol, que se
va debilitando, alumbrará aún durante más de una hora a los habituales
paseantes que enfilan el sendero. Entre la arboleda interior, niños juguetones
corretean propinando puntapiés poco ortodoxos a un balón de reglamento; hombres
y mujeres provistos de prendas deportivas ejercitan sus piernas con carreras
veloces o ligeros trotecillos; un grupo de inquietos patos emiten graznidos y
chapotean en el agua…
César desplaza su calzado
deportivo con soltura. Una camiseta blanca, un pantalón de chándal de color
gris y una gorra azul conforman su ligera indumentaria.
Después de un trecho de unos
quinientos metros, llega a la altura de los bancos de hierro fundido. Un
expresivo gesto lo invita a sentarse. Interrumpe el paseo y se acomoda en el
asiento junto a Pablo, asiduo visitante del parque y ocasional contertulio.
—Esta mañana —dijo Pablo—, en
un programa radiofónico, he escuchado un refrán que nos puede proporcionar un
ratito de conversación. Es el que dice: Dime de lo que presumes y te diré de lo
que careces.
—Viejo refrán y, como casi
todos los que aparecen en nuestro rico refranero, muy cierto. Nadie presume de
lo que sabe.
—Claro. Un profesor de
Matemáticas no presume de sus elevados conocimientos del cálculo o de
geometría; un director de orquesta no presume de sus conocimientos de música…
—Y como estamos en una revista
de motor, un profesional del volante, como podría ser el conductor de los
autobuses urbanos, no presume de su pericia en la conducción de vehículos, ni
del respeto que le merece el Código de Tráfico y Circulación Vial —intervino
César.
—Por supuesto que no. Son los
conductores mediocres o los prepotentes, que ni siquiera se toman la molestia
de ser algo rigurosos con ellos mismos, los que presumen de sus conocimientos y
de su habilidad en el manejo del coche… Y hasta se atreven a dar consejos a los
demás de lo que tienen que hacer para convertirse en buenos conductores, aunque
ellos no lo hagan. En definitiva, ponen
de manifiesto la veracidad del refrán
—continuó Pablo.
—Bueno, hombre, también
estamos, y creo que somos mayoría, los que, sin ostentación, intentamos hacer
las cosas bien porque se supone que, si tenemos un carnet de conducir, el
cumplimiento de las normas de tráfico es una obligación, no una opción.
—Muy de acuerdo contigo,
César. Y es que una vida sin alardes,
asentada en la sencillez, hace más felices y más responsables a las
personas, y proporciona la necesaria dosis de civismo que redundará en una
mejor educación, incluida la vial.
César se detuvo, miró el reloj
y le dijo a Pablo:
—Aunque no arreglemos nada, ha
sido muy gratificante platicar contigo, pero ya va siendo hora de recogernos.
—Es verdad. Habrá más ocasiones para intercambiar
pareceres. También yo me voy muy satisfecho de nuestra conversación. Buenas
noches y hasta otro día, César.
—Hasta pronto, Pablo. Buenas
noches.
La tarde ha claudicado, dando
paso a una noche estrellada. Los dos contertulios se encaminan a salidas
opuestas y abandonan el recinto arbolado.
Con mis mejores deseos, hasta
el próximo artículo.
Fernando Monge
7/octubre/2018
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fmongef@gmail.com
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