domingo, 25 de abril de 2021

CEDA EL PASO

 

                                                         FALLOS

 





El pequeño recinto tenía forma rectangular. Una barra, en la que se acodaban algunos clientes degustando el sabor de la dorada cerveza o del vino tinto, comenzaba a la izquierda de la puerta de entrada y terminaba en la pared frontal. En el lado derecho había cuatro pequeñas mesas circulares y en cada mesa cuatro sillas plegables de madera. Entre las mesas y la barra, el espacio necesario para que los parroquianos pudieran consumir y transitar. Cuando los tres hombres entraron en el bar, dos mesas estaban ocupadas y ellos tomaron asiento en la que estaba disponible al fondo del habitáculo. El reloj metálico que aparecía en la pared, junto a un cuadro con la fotografía del torero Curro Romero dibujando una verónica, marcaba las 14:15 de un caluroso día de mayo del año 2003… El mes de los caracoles.


Cuadros de escenas taurinas, pasos de Semana Santa, imágenes de monumentos sevillanos y rostros de famosos cantaores flamencos completaban una espesa decoración que era del gusto de Juan, la persona que regentaba el establecimiento. Juan era de estatura mediana y superaba los cincuenta años. Su cabello níveo escaseaba en la frente, su nariz era pequeña y en su boca asomaban unos dientes bien cuidados. Portaba unas gafas con lentes progresivas y servía las bebidas y las tapas con su natural amabilidad y soltura que agradecía la clientela.

Los tres hombres que se sentaron al fondo tenían diferentes edades y ocupación: Antonio era asesor inmobiliario y gustaba cubrir la redonda cabeza de su orondo cuerpo con una mascota de color gris. Era dicharachero, observador y prefería el tinto a la cerveza. Rondaba los sesenta años, casi de la misma edad que Rafael, el dueño de una papelería del entorno. Rafael era un hombre bajo y delgado que vestía habitualmente una elegante americana. De carácter serio y formal, gozaba de una fina ironía. Alfonso, empleado en la tienda de informática, rondaba los cincuenta años, tenía el cabello corto y su indumentaria la conformaban un pantalón vaquero y un polo. Era buen conversador y completaba el trío que mantenía amenas charlas, unas veces desenfadadas y otras, instructivas.

A los pocos segundos de ocupar la mesa, llegó Juan con una bandeja en la que portaba dos cervezas, un vaso de vino tinto, un plato de caracoles y otro de frutos secos. “¿Les traigo una ración de carne en salsa?”, interrogó a los recién llegados que asintieron casi al unísono. Antonio y Rafael, aficionados sevillistas, iniciaron la conversación hablando del partido que el equipo de sus amores jugó el domingo anterior. Fue un buen partido que terminó con una clara victoria del Sevilla. Alfonso reconoció los méritos del equipo sevillista, la vistosidad del juego y recordó a los otros contertulios su condición de bético.

Ya está. Ya encontré el fallo dijo Rafael. Hace unos días comentaba con Antonio el derroche de cualidades que atesoras, Alfonso. Eres desprendido, no tienes nunca pereza por echar una mano cuando se te pide un favor. No solo me reparas el ordenador a un precio asequible, sino que además te pasas por la papelería y me explicas todo lo que he aprendido en este complicado mundo de la informática… Sin prisas y con infinita paciencia, y no quiero seguir con los elogios porque sé que no te sientes cómodo cuando se ensalzan en exceso tus virtudes. Pero mira por donde, te he descubierto un fallo… Eres bético.

Vaya. Si yo pensaba que mi condición de bético era una de mis pocas virtudes dijo Alfonso entrando en el juego de Rafael, y los tres rieron con un halo de complicidad.

Es que, en esta vida, las personas poco presuntuosas, que son diligentes y eficaces, despiertan una cierta envidia en algunos individuos que, en lugar de reconocer sus cualidades o sus logros, van buscando los fallos que puedan cometer, aunque sean minucias dijo Antonio con su natural desparpajo. La vida es así de ingrata, porque muchas veces los que buscan esos fallos pueden ser hasta beneficiados de los logros conseguidos por esa persona diligente y eficaz, que además actúa con sencillez, sin ánimo de lucro y con la máxima entrega.

Y ahora, como es de obligado cumplimiento, vamos a hacer un símil de la persona diligente y eficaz con el buen conductor. Vamos a suponer que conocemos a un conductor casi perfecto… Es hábil con el volante, respeta todas las señales, jamás utiliza el móvil cuando conduce, lleva siempre puesto el cinturón de seguridad, señaliza las maniobras con tiempo, aparca con soltura y se preocupa de no invadir ninguna plaza colindante. Para colmo de virtudes, nunca ha sido multado y tampoco ha dado un golpe a otro vehículo de los que constantemente circulan a su alrededor. Además, tiene los 15 puntos máximos.

¡Pues verán cómo el aguafiestas de turno le pone pegas!: Va demasiado despacio y lleva el coche dormido; pisa con frecuencia el freno en lugar de utilizar el embrague; señaliza las maniobras con demasiado tiempo de antelación, sin necesidad; tiene mucha suerte, pues las multas y los golpes son inevitables…

Es lo que dice Antonio en su breve reflexión… En esta vida, los que hacen las cosas bien crean malestar en algunos indeseables.

¡Qué le vamos a hacer! Con mis mejores deseos, saludos cordiales.

Fernando Monge

fmongef@gmail.com

25/abril/2021

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