La educación, “cortesía y
urbanidad” (acepción 4 de la RAE) —respeto, atención, buenos modos—, proporciona a las personas
que disfrutan de ella una vida más placentera y agradable, con el consiguiente
aumento de la estabilidad emocional.
Después de esta introducción,
voy a citar tres situaciones en las que, desde mi punto de vista, tenemos la
oportunidad de manifestar nuestra buena educación o de ponerla en entredicho:
el consumo de una pequeña cantidad de alcohol, la asistencia a un partido de
fútbol o la conducción de un vehículo.
Cuando nos tomamos las dos
copita de rigor —no hablo de emborracharnos—, somos más simpáticos, más
sociables, más educados… O todo lo contrario: nos alteramos fácilmente, nos
volvemos antipáticos, maleducados… El córtex frontal, que es la zona que
controla el sentido común, se relaja y hace que tomemos decisiones o adoptemos
modales que evitaríamos en circunstancias normales por temor a hacer el
ridículo. En definitiva, nos desinhibimos.
¿Y qué ocurre? Que al superar
esa timidez que, en mayor o menor grado, casi todos tenemos, nos mostramos tal
como somos, aunque exagerando nuestros actos. Es decir, el educado pasa a ser
muy educado, muy sociable y hasta muy cariñoso: “Tú sabes que te aprecio
mucho”, “pase usted”, “no se preocupe, aquí cabemos todos”, “buena gente el
camarero”… Y el maleducado se convierte en muy maleducado: “Tú siempre
haciéndote el gracioso”, “¿todo el mundo tiene que pasar por aquí?”, “ten
cuidado, que me estás molestando”, “qué camarero más antipático”…
Cuando asistimos a un campo de
fútbol, para presenciar el partido que disputa nuestro equipo favorito, también
se nos brinda la oportunidad de calibrar nuestra educación. No quiere esto
decir que aparquemos la euforia o la decepción. Es inevitable que broten
impulsivas exclamaciones: “¡ha sido fuera de juego!”, “¡árbitro, penalti!”
“¡Falta!” “¡gooooool!”… El fútbol es un espectáculo en el que prima, sobre
todo, el resultado final, y eso hace que, a veces, lleguemos al paroxismo.
Pero precisamente en esas
ocasiones, podemos ver la diferencia entre una persona educada y la que no lo
es. La persona educada no insulta, no se encara con los aficionados del equipo
rival, y cuando sale del recinto deportivo, alegre o decepcionado por el
resultado del partido, se dispone a disfrutar de la familia, la lectura, el
cine… Sin acritud ni malos modos… La persona mal educada añade a las
exclamaciones propias del espectáculo los correspondientes improperios. Si su
equipo gana, avasalla y molesta al adversario —nada que ver con las bromas
amistosas o las “puyas” de los compañeros de trabajo que son la chispa de la
rivalidad bien entendida—; si pierde, insulta al árbitro, se enfada con el
guardacoches, muestra su malhumor en el entorno familiar…
Y, finalmente, cuando nos
ponemos al volante de un vehículo, de igual modo, podemos demostrar nuestra
buena o mala educación. Pero en este caso, además, tenemos en nuestras manos la
posibilidad de evitar o provocar accidentes. Asunto, nunca mejor dicho, de
vital importancia.
La persona educada respeta las
señales, cede el paso a los peatones y, si es preciso, ante una maniobra
imprudente de otro conductor —adelantamiento indebido—, aminora la marcha para
evitar males mayores. Conduce con relajación porque, aunque ve las constantes
irregularidades que se producen a su alrededor, no pretende arreglarlo todo con
gritos y estruendos de bocina; en todo caso, hace un comentario reprobatorio al
infractor… Que si es maleducado, lo demostrará con su retahíla: “¿Qué pasa?”,
“el que tiene que tener cuidado eres tú”, “yo hago lo que me da la gana”…;
además, el maleducado se indignará ante
la indiferencia del reprensor —que fija su atención en la inminente apertura
del semáforo— y, cuando el rojo se torne verde, dará un acelerón con la
consiguiente carrerita de algún peatón rezagado… Después, seguirá sembrando
vientos y poniendo en peligro su vida y la de los demás.
Familia de TODOMOTOR, feliz
semana.
Fernando Monge
26/mayo/2018
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