CAMINOS Y PLACERES
Cuando al amanecer inició su marcha por el ancho camino que
conducía a los barrancos colorados, el nervudo anciano se encontró con una
robusta mujer que era seguida por un lanudo perro. El hombre la saludó
cortésmente y continuó el agradable paseo del que disfrutaba todas las mañanas,
poco después de las siete, cuando la alegre primavera abrazaba las copas de los
verdes olivos y el llanto de los sarmientos en los viñedos.
Mientras silbaba una conocida melodía, contemplaba la media
luna y los tenues luceros que, aún, no habían sido fulminados por la luz del
sol. Los vallados, coronados por algunas florecillas silvestres, iban clareando
al paso del caminante. Las hierbas y la tierra mezclaban sus olores con el
perfume de algunas matas de romero. El hombre, henchido de felicidad, derivó
hacia la izquierda por un camino más estrecho que lo iba acercando poco a poco a
su destino.
Ya veía el color tinto de los barrancos, el verde prado que
lo antecedía y el arroyo que serpenteaba caprichosamente, apareciendo y desapareciendo.
Si aquello no era el paraíso, a él lo inundaba de un sereno bienestar. Sentado
en un peñasco, contempló ―no se sabe cuánto tiempo― el magnífico espectáculo que le brindaba la esplendorosa Naturaleza
y lo envolvía en un halo de prolongado placer.
De regreso al pequeño pueblo, pudo ver en la lontananza a un
yuntero que se afanaba en su labor. Esa estampa dibujó en sus labios una
sonrisa que le dio a su rostro una expresión de nostalgia, reflejo de gratos recuerdos.
El tórrido sol del mediodía lo amortiguaba con el pañuelo de
cuadritos que aliviaba su rostro y con el enorme sombrero de paja que cubría su
cabeza. Cuando entró en la casa, cogió el búcaro de barro cocido y dirigió el
pitorro a su seca boca para que el fino chorrillo aliviara su sed. Un gato de
color ceniza ronroneaba contento por su presencia. El hombre lo cogió en brazos
y sus arrumacos transmitieron al felino el cariño que sentía por él. Dejó al
animal en el salón y se dirigió al corral que estaba envuelto en un azul
intenso.
Allí estaban su mujer y su hija con las cabezas cubiertas por
grises pañuelos que anudaban al cuello, mientras recogían los huevos de las
gallinas. Los animales correteaban, escarbaban la tierra, y picoteaban los
alimentos que las mujeres habían colocado en tarros o esparcido por el suelo. Dos
arrogantes gallos se vigilaban y hasta se enfrentaban, en ocasiones, por
hacerse con el mando del corral. Una gallina con plumas de color marrón paseaba
orgullosa seguida de sus polluelos que no se separaban de ella. Tres pequeños llegaron
saltando al corral y alborotaron el gallinero que comenzó a prodigar carreras y
a emitir sonoros cacareos. El hombre, las dos mujeres y los tres pequeños
abandonaron el recinto y dejaron a las gallináceas inmersas en su cotidianidad.
Con mis mejores deseos, saludos cordiales.
Fernando Monge
4/junio/2023
fmongef@gmail.com
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