LA CENCERRADA
El
hombre estaba sentado en un sillón de madera con asiento de enea junto a una de
las jambas de la puerta que era la entrada de su humilde casa. Era tan
corpulento, que el gran sillón en el que asentaba sus exorbitantes posaderas
parecía pequeño. Tenía una enorme cabeza con un rostro inexpresivo y
acartonado. Simulaba a uno de esos muñecos de paja que sirven de espantapájaros
en los frondosos trigales o que cuelgan de un palo grueso y vertical
representando a Judas el Domingo de Resurrección. De repente, levantó su
descomunal testa de facciones pequeñas con un atisbo de sorpresa y desagrado.
Un ensordecedor ruido había obrado el milagro. ¿Qué ocurría? Una multitud de
jovenzuelos y pocas jovenzuelas bajaban por la calle portando capachos
encendidos, agitando estruendosos cencerros y los más atrevidos mostrando
grotescas cornamentas de las vacas enterradas en el Prado.
La bulliciosa
cencerrada pasó por delante del sorprendido gordinflón y se dirigió a la calle Estrecha.
Allí vivían el viudo y la viuda que habían decidido unir sus solitarias y
vetustas vidas. Por esta unión, las viejas costumbres del lugar permitían que,
por una noche, los habitantes del pueblo se manifestaran con satírico alboroto.
Nadie se molestaba, porque era lo que correspondía en esos casos. Los jóvenes
de uno y otro sexo se divertían y la nueva pareja soportaba con obligada
paciencia el ensordecedor acontecimiento.
La
ruidosa y desordenada muchedumbre, ataviada con viejas vestimentas, llegó al
domicilio situado en una calle angosta e iluminada con la tenue luz de las
incandescentes bombillas… Los divertidos muchachos, con otros que ya no eran
tan muchachos, llamaron con los nudillos de sus manos cerradas a la puerta de
madera que tenía la casa y entonaron burlescas y divertidas coplillas,
acompañadas con instrumentos musicales; al mismo tiempo, agitaban varas y
escobajos que algunos niños contemplaban con asustadiza y sorprendida
expresión. Como todos sabían, pues esa era la usanza, la puerta no se abriría
en toda la noche… El estruendo fue aumentando cada vez más y cuando llegó a su
cenit, comenzó a bajar de intensidad… Poco a poco, siguió disminuyendo hasta
que el silencio de la fría noche se apoderó del pueblo… Las titilantes estrellas
contemplaban al silencioso grupo que retornaba a sus hogares dispersando su
caminar por las distintas calles del lugar.
Con mis
mejores deseos, saludos cordiales.
Fernando
Monge
7/mayo/2023
fmongef@gmail.com
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