domingo, 7 de mayo de 2023

CEDA EL PASO

 

                          LA CENCERRADA

 




El hombre estaba sentado en un sillón de madera con asiento de enea junto a una de las jambas de la puerta que era la entrada de su humilde casa. Era tan corpulento, que el gran sillón en el que asentaba sus exorbitantes posaderas parecía pequeño. Tenía una enorme cabeza con un rostro inexpresivo y acartonado. Simulaba a uno de esos muñecos de paja que sirven de espantapájaros en los frondosos trigales o que cuelgan de un palo grueso y vertical representando a Judas el Domingo de Resurrección. De repente, levantó su descomunal testa de facciones pequeñas con un atisbo de sorpresa y desagrado. Un ensordecedor ruido había obrado el milagro. ¿Qué ocurría? Una multitud de jovenzuelos y pocas jovenzuelas bajaban por la calle portando capachos encendidos, agitando estruendosos cencerros y los más atrevidos mostrando grotescas cornamentas de las vacas enterradas en el Prado.


La bulliciosa cencerrada pasó por delante del sorprendido gordinflón y se dirigió a la calle Estrecha. Allí vivían el viudo y la viuda que habían decidido unir sus solitarias y vetustas vidas. Por esta unión, las viejas costumbres del lugar permitían que, por una noche, los habitantes del pueblo se manifestaran con satírico alboroto. Nadie se molestaba, porque era lo que correspondía en esos casos. Los jóvenes de uno y otro sexo se divertían y la nueva pareja soportaba con obligada paciencia el ensordecedor acontecimiento. 

La ruidosa y desordenada muchedumbre, ataviada con viejas vestimentas, llegó al domicilio situado en una calle angosta e iluminada con la tenue luz de las incandescentes bombillas… Los divertidos muchachos, con otros que ya no eran tan muchachos, llamaron con los nudillos de sus manos cerradas a la puerta de madera que tenía la casa y entonaron burlescas y divertidas coplillas, acompañadas con instrumentos musicales; al mismo tiempo, agitaban varas y escobajos que algunos niños contemplaban con asustadiza y sorprendida expresión. Como todos sabían, pues esa era la usanza, la puerta no se abriría en toda la noche… El estruendo fue aumentando cada vez más y cuando llegó a su cenit, comenzó a bajar de intensidad… Poco a poco, siguió disminuyendo hasta que el silencio de la fría noche se apoderó del pueblo… Las titilantes estrellas contemplaban al silencioso grupo que retornaba a sus hogares dispersando su caminar por las distintas calles del lugar.

Con mis mejores deseos, saludos cordiales.

Fernando Monge

7/mayo/2023

fmongef@gmail.com

 

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