AMANECER
―Buenos días, señores.
Se oye una voz algo atiplada y cordial. La voz sale de un
cuerpo diminuto y erecto que camina con soltura. Los contertulios miran al
recién llegado y responden al saludo con inevitables muestras de sincera afabilidad.
―Es simpático ―dijo uno de los parroquianos.
El de la voz atiplada, Jacinto, es una de las pocas personas
que, en el blanco pueblo, no trabaja como agricultor. Tiene un extraño taller que
dedica a la percocería. Con su martillito y su lupa, labra las pequeñas piezas
de plata y oro que vende a un afamado almacén de la cercana ciudad, donde la
Giralda contempla cómo el río Guadalquivir besa los pies de la Torre del Oro.
Su trabajo de percocero sufraga el condumio familiar y, además, le proporciona
una saneada economía.
Jacinto es un hombre culto, lector empedernido y algo
melómano. Había iniciado estudios de Bachillerato que, por razones económicas de
su entorno familiar, no pudo concluir. De carácter abierto y sencillo logra que
sus convecinos le dispensen un merecido afecto. Ronda los cuarenta años, y tiene
un rostro agraciado y muy expresivo.
Cuando el percocero sale de la taberna para dirigirse a su
taller, se encuentra a Paco que, con andar cansino, dirige los lentos pasos de
su rechoncho cuerpo hacia su singular barbería.
―Buenos días, Paco.
―Buenos días, Jacinto.
El pueblo va despertando, poco a poco, y sus habitantes se
disponen a revitalizarlo con sus habituales quehaceres.
Con mis mejores deseos, saludos cordiales.
Fernando Monge
22/mayo/2022
fmongef@gmail.com
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