EL
DECRETO
Antes del amanecer, me dispongo a hacer mi caminata diaria. Provisto de indumentaria deportiva: chándal azul marino, zapatillas negras y gorra gris; salgo del bloque y enfilo la acera por la que transitan todavía pocas personas. Algunas, acompañadas de su perro, otras, buscan el ambulatorio cercano o se dirigen al bar de la esquina para tomar un café, una copa de licor o un suculento desayuno. Me encuentro, también, a otros deportistas que caminan o corren en dirección al inmenso parque del Tamarguillo. Como siempre, hay quienes esperan que el semáforo se abra para los peatones o cruzan por el paso de cebra; en cambio, ciertos individuos atraviesan por dónde y cuándo les parece. Los conductores también adoptan comportamientos diversos: unos circulan respetando los límites de velocidad y parándose en los pasos de peatones o semáforos en rojo, otros, superan la velocidad permitida, en algunos casos con creces, y no se detienen ante nada. ¿Y las normas de tráfico? Eso es algo que algunos respetan y otros exigen que las respeten los demás.