DESDE MI ATALAYA
Estoy sumido en una sensación extraña, como si me hubiera
liberado de una atadura de la que no era totalmente consciente. No lo he hecho todo
por obligación, pero durante más de tres años, el último con mayor intensidad,
he estado envuelto en un compromiso que,
en algunas ocasiones, lo he puesto por encima de mis intereses
personales, aunque yo también haya recibido mi cuota de beneficio. Nadie me lo
ha exigido, lo he realizado con gusto y satisfacción, pero lo cierto es que, a
causa de ese ajetreo, hoy y en este momento
he recordado que aún no he escrito el artículo que verá la luz el
próximo domingo 26 de enero en la revista digital TODOMOTOR… No sé por dónde
comenzar, y como suelo entregarlo unos
días antes de su publicación en las redes, compruebo que me queda poco tiempo
para pergeñarlo y no perder la buena costumbre de ser puntual a mi cita quincenal.
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Tras un rato de lectura, dirijo la vista a la derecha. Las
cortinas están descorridas y tras los cristales de la enorme puerta de corredera,
observo la luz de un sol tibio y un cielo surcado por nubarrones grises y
blancos que buscan la línea del horizonte. Me levanto con parsimonia y encamino
mis pasos a la terraza. Deslizo la puerta de cristal, salgo al exterior y me
apoyo en la baranda. La tarde, aunque algo fría, invita a una visión panorámica
del entorno. Debajo del balcón y hasta la cercana carretera, están los
aparcamientos del bloque, que terminan en una valla metálica. Plazas ocupadas o
desocupadas en un respetuoso y meritorio orden, pues el paso del tiempo ha
difuminado o, en algunos casos, borrado sus líneas divisorias.
Enfrente, el campo deportivo multiusos con césped artificial
se va convirtiendo en un enjambre de ilusionados y entusiastas futbolistas
dirigidos por sus entrenadores: enseñanza del reglamento balompédico, carreras,
despejes de los de defensas, regates de los más hábiles, blocajes de los
porteros… La amalgama de colores de las indumentarias unirá la luz del día con
la luz artificial de la noche.
En el lado derecho, paralelo con los aparcamientos, se
encuentra un restaurante que goza de buena fama por la variedad de sus menús:
solomillos o presas a la plancha, pijotas o acedías fritas, gambas blancas de Huelva, caracoles en los
meses de mayo y junio… Entre el establecimiento y la carretera se extiende un
amplio acerado ocupado por multitud de utilitarios que traen a los jóvenes y
pequeños al polideportivo que está ubicado al otro lado de la calzada. Un
semáforo regula el paso de los peatones que cruzan y de los vehículos que
circulan. A poca altura, vuelan los aviones que buscan el aterrizaje o acaban
de iniciar el despegue del aeropuerto cercano… Sonido familiar e imagen
indiferente para los habitantes de la barriada, y caras de sorpresa y desagrado
por el molesto ruido para los que vienen por primera vez: “¡No sé cómo pueden
aguantar esto todos los días!” Exclaman algunos.
Miro hacia el paso de peatones y me digo a mí mismo: “¿Cómo
no se me había ocurrido?” Y es que la contemplación de las escenas que suceden
en un semáforo puede proporcionar una colección de artículos. El único
inconveniente es que serían artículos tan parecidos que me vería obligado a la
reiteración y a la monotonía… De todas formas, mantengo la mirada y compruebo
con satisfacción que la escena que más se repite es el cumplimiento de la norma.
Lo coches, furgonetas, motos y camiones se detienen cuando el semáforo se pone
en rojo y los peatones que han esperado pacientemente cruzan de un lado a otro
con natural tranquilidad, aunque muchos van manipulando el Smartphone. Eso ya es
una mala costumbre adquirida.
Ahora, vamos con las imprudencias que podríamos llamar
anecdóticas, pero que dejan de ser meras anécdotas porque se repiten con más
frecuencia de la que sería menester: Cuando ya luce el disco rojo, un coche
acelera, se salta el semáforo y provoca el sobresalto de las personas situadas
en primera fila que profieren una gran variedad de reproches e insultos… Vía libre,
pero el paso para los viandantes está en rojo; un hombre y una mujer cruzan la
calzada con la mirada fija en el teléfono móvil; el conductor de una furgoneta
que se acerca toca el claxon; sin perder de vista el artilugio, los imprudentes
insultan al chófer y aceleran el paso… En la siguiente espera de los peatones,
un joven, al que le sobran algunos kilos, inicia el paseíllo sin ningún
miramiento, le siguen dos pequeños que tendrán entre 6 y 8 años; se oye un
brusco frenazo y el piloto del coche azul recrimina al infractor; los
cautelosos que esperan para cruzar se unen a la reprensión, pero el gallo, como
si no fuera con él, camina con cierta tranquilidad y hasta se detiene para
esperar a los niños.
El tiempo amenazante de ayer se ha convertido hoy en un día
plomizo y lluvioso. Así que me siento delante del ordenador portátil y consigo hilvanar
este artículo al que pongo punto y final.
Con mis mejores
deseos, saludos cordiales.
Fernando Monge
fmongef@gmail.com
26/enero/2019
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