LA CENCERRADA
El
hombre estaba sentado en un sillón de madera con asiento de enea junto a una de
las jambas de la puerta que era la entrada de su humilde casa. Era tan
corpulento, que el gran sillón en el que asentaba sus exorbitantes posaderas
parecía pequeño. Tenía una enorme cabeza con un rostro inexpresivo y
acartonado. Simulaba a uno de esos muñecos de paja que sirven de espantapájaros
en los frondosos trigales o que cuelgan de un palo grueso y vertical
representando a Judas el Domingo de Resurrección. De repente, levantó su
descomunal testa de facciones pequeñas con un atisbo de sorpresa y desagrado.
Un ensordecedor ruido había obrado el milagro. ¿Qué ocurría? Una multitud de
jovenzuelos y pocas jovenzuelas bajaban por la calle portando capachos
encendidos, agitando estruendosos cencerros y los más atrevidos mostrando
grotescas cornamentas de las vacas enterradas en el Prado.