LA
PELEA
Se oye el griterío de un grupo de
zagales.
Junto a la emblemática cruz de la singular
plaza, dos díscolos rapaces están fuertemente enlazados, formando, en
apariencia, un solo cuerpo. Son como la caña y el sedal… inseparables. No hay
forma de conseguir que dejen el forcejeo. Mientras algunos de sus compañeros
jalean, los más sensatos intentan separarlos, pero no es posible.
―¡Que viene Juan! ―alerta un niño de pelo rizado.
―¡Que viene el tabernero! ―vocifera otro niño regordete.
La cantinela de advertencias provoca
que lo que parecía una legión de intrépidos luchadores se convirtiese en un
vendaval de criaturas despavoridas que se van perdiendo por las distintas
bocacalles que dan a la plaza.
El tabernero no es un ogro, ni un hombre
de carácter agrio, solo es una persona mayor a la que los niños respetan. El
respeto a los mayores es algo esencial en la educación de la época (1958). La
presencia de un adulto puede solucionar los conflictos que los pequeños ocasionan
con las travesuras propias de su edad.
―¿Qué ha ocurrido?
El que habla es “Manolón”. Le llaman
así, porque mide casi dos metros, y porque tiene una espalda en la que una
máquina de sulfatar parece una pequeña mochila. Tiene unos cincuenta años. Su
cabellera corta y nevada le da un aspecto señorial que no es muy ajeno a su
persona. En sus años mozos, había sido lego en un convento, donde se aficionó a
seleccionar temas o trozos literarios, tarea a la que los eruditos llaman
florilegio. Puede, por su poderío físico, hacer los trabajos más duros en el
labrantío, y es capaz de engullir un litro de vino blanco como si fuese un vaso
de agua.
Juan apoya su mano en el hombro del
labrador, y asevera:
―Cosas de niños, “Manolón”.
El hombretón asiente y con paso firme
se dirige a su casa, muy cerca de la Plaza de la Iglesia, con la sana intención
de merendarse una pieza de pan bazo con aceite.
Con mis mejores deseos, saludos
cordiales.
Fernando Monge
19/junio/2022
fmongef@gmail.com